domingo, 20 de marzo de 2016

EXPOSICIÓN DE ACUARELAS DE PEPE CUADRA EN LA CASA DE LOS HEVIA DE VILLAVICIOSA



El jueves 17 de marzo asistí a la exposición de acuarelas en La Casa de Los Hevia de Villaviciosa de Pepe Cuadra y salí emocionada.
 Al entrar le das un barrido a las pinturas y luego te sientas a escuchar el relato del autor que cuenta cómo se inspiró para crearlas. Fue un privilegio que no se va a repetir, ya que es la charla del primer día, de la presentación.
Pepe y su esposa Emi viajaron a Ecuador el verano pasado para hacer voluntariado a una misión de monjas carmelitas, donde había representación del norte y del sur de España: una monja asturiana y otra andaluza, además de otras nacionalidades del mundo.
Pepe nos contaba -simultaneado por Emi- que no era cuestión de hablar del paseo que se dieron por calles y pueblos, sino de la labor que estas monjas están haciendo con personas necesitadas de lo más básico para vivir y que habitan la selva pura y dura. Dice Pepe que lo suyo no es el don de la palabra, claro, lo suyo es pintar, que parece que un ángel se ha posado en su pincel para balancearse sobre el lienzo, que como dice el personaje de Velázquez, el pintor, en esa maravillosa serie El Ministerio Del Tiempo: “Sólo el que pinta la realidad mejor que nadie, puede hacer luego lo que le da la gana”, cuando alguien criticaba los “garabatos" de Picasso.
 También supo hablar y trasladarnos a aquel ambiente con ayuda de las fotos. Pudimos ver las caminatas que se dieron para ir de un sitio a otro, cómo tenían que caminar por la parte media de las carreteras y caminos para sortear el posible ataque de las serpientes que habitaban las cunetas. Incansables, derrotados al final del día, pero con fuerzas para empezar al día siguiente.
Me llamó especialmente la atención el relato sobre un chico que estaba en silla de ruedas después de haber sufrido un accidente, no podía hablar y le pedía por favor que le enseñara a hablar, Había perdido su movilidad, pero más terrible era aún no poder comunicarse. El don de la palabra, carecen de logopedas. ¿Qué hago con mis palabras -me pregunto yo-, cómo las utilizo para comunicarme con los demás, qué valor le doy a cada frase que suelto, cómo curo o amo o hiero con cada palabra que pronuncio?
Al principio Pepe no sabía cómo podría cooperar en la misión, así que las monjas ya le dieron su primer trabajo, que consistió en tallar un árbol que estaba desprendido en la selva, libre de termitas y abandonado. Esculpió una virgen del Carmen, una diosa del mar, que podía representar a cualquier madre ecuatoriana que  lucha por la supervivencia de sus hij@s en medio de la selva y a pesar de la pobreza y el abandono.
En Ecuador nadie fuma, o al menos, lo hacen a escondidas, no es un acto social el fumar, es un vicio solitario, así que Pepe se marchaba a meditar con su pipa de la paz.
No nos mostraron muchas fotos de su vida cotidiana durante su estancia en Cascales (Sucumbios), porque dice que el pudor ante el dolor y la pobreza no les permitía plasmarlo en la cámara. Lo que nos contaban nos hacía imaginarnos cómo eran, a pesar de no tener proliferación de imágenes.
Se quedaron prendados del paisaje y de las mariposas, yo vi algunas que trajeron, de las que habían emprendido su último viaje y regalaron su belleza para el mundo. Aquellas que cuando estaban cerradas parecían monstruos, al desplegar sus alas eran de una belleza sorprendente, no te esperabas esos dibujos con ese alarde de colorido y de combinación.
La finalidad de esta exposición es recaudar fondos para “La casa de los niños”, fundación creada en 1998 en Cascales (Sucumbios), en la Amazonía Ecuatoriana.
Se puede admirar hasta el día 27 de marzo de 10:00 a 14:00 y de 17:00 a 19:30 hrs en La Casa de Los Hevia de Villaviciosa.

lunes, 6 de enero de 2014

DOCE AÑOS DE ESCLAVITUD


¿Qué sería de mí si me ataran las manos, si me cerraran la boca, si me oprimieran la nariz, si me vendaran los ojos, si laceraran mi piel hasta sacarle sangre, si me vejaran, si me insultaran, si no me dejaran pedir ayuda, si no pudiera gritar, si me ahogaran la voz, si me encadenaran, si me patalearan, si me trataran como a un animal herido, si no me dejaran expresar el placer, la alegría, la pasión, el entusiasmo, la serenidad, el amor, si no me dejaran decir que no, si me abandonaran en el bosque en mitad de la noche, si me enterraran viva, si me torturaran, si el sonido del látigo fuera para mí algo cotidiano, si tuviera que servir a un amo, si fuera una esclava sexual, si trabajando todo el día sólo me dieran un mendrugo de pan, si me persiguieran con perros enfurecidos, si no pudiera llamar a mis amigos o familiares, si pensara que todo está perdido?
Todo esto y mucho más se planteaba en mi cabeza cuando visioné  esta película, que elegí para ir a ver con mi hija estas Navidades. Ella sabe que soy un peligro en el cine o en el teatro, porque me río a pierna suelta o lloro como una magdalena, también me indigno y hubo dos escenas que no me dejaron indiferente: En una de ellas -creo que el protagonista, no lo sé ciertamente ahora, pero era "el bueno"- se enzarza en una pelea con su amo y señor y cuando le está pegando yo grité desde mi butaca:
-Mátalu, mátaluuuuu, dai, dai (que le pegara al amo, claro)
La otra escena es la del ahorcamiento, donde sientes la soga al cuello con el protagonista, en un discurrir angustioso de un plano inmóvil, aquietado en el sufrimiento de este ser humano, del que nos cuentan su vida con pelos y señales muy duras, muy tal cual debió ser, dejando para esas otras que hemos visto sobre la esclavitud un tinte rosa. Esta es una crónica negra, pero real.
¿Quedarnos sin la libertad no sería morirnos?

sábado, 2 de noviembre de 2013

LA MIRADA DEL AMOR


Ella sólo amaba su envoltura, porque con eso ya tenía bastante, todo lo que él era por dentro vivía en el interior de ella por siempre, pero era la vida de otro, el amor de otro, sólo su envoltura para tenerlo de nuevo para volver a estar viva, a sentir lo de siempre, lo de antes, lo que la hacía gozar y sentir tenía otra alma, otro sentimiento, otra pasión, otro espíritu, quería su envoltura para reconocerlo, para revivirlo, para reinventarlo, para desaprenderlo, para atrapar aquello que la muerte le había quitado.
Y hete aquí dos hombres con el alma y la sensibilidad que atribuyen a las mujeres, dos hombres sintiendo la magia, la sensibilidad y las lágrimas con el lado derecho del cerebro (el Yin de los chinos, representa la creatividad, la globalidad, la intuición, las percepciones y el arte), dejando que se desborden como si hubieran estado dormidas en el limbo de la contención, de la desesperanza, del ya-no-es-posible. Ellos no muy agraciados, uno entrado en carnes (Robin Williams), el otro (Ed Harris) surcado por unas hermosas arrugas que parecen el sitio de un río de lágrimas. Ella (Annette Bening) parece mejor conservada, tal vez filtrada para atenuar su paso del tiempo por la piel. 

La historia me ha dejado un sabor agridulce, con ese final no feliz, esa forma de acabarla tal como ella decide, porque si no es como ella interpreta el amor, el amor no sirve, no quiere lo nuevo que ellos le ofrecen, ella tiene otra mirada, una mirada vieja aferrada a la nostalgia, así que con su actitud mata de nuevo al amor y continúa malviviendo.

sábado, 26 de octubre de 2013

DEUDAS PENDIENTES


Cuando perdemos a un ser querido nos asaltan las dudas y las deudas que creemos tener pendientes con él. Creemos que no vivimos o sentimos o dijimos aquello que era necesario en ese momento. El sentimiento de culpa viene a visitarnos para hurgar en la herida que está ahora bien abierta y sangrando. Todo lo que nos queda es vivir el duelo, transformarlo y transmutarlo para que se pueda cerrar la herida. Llorar esa pérdida como algo que ya no vuelve, aunque vive en nosotros eternamente.
Pensamos que nuestras palabras, nuestros gestos, nuestros sentimientos pudieron haber sido más puros, más sentidos, pero en realidad todo estaba escrito y nosotros no sabíamos, por ignorancia, que aquello hería o marcaba o no era lo perfecto que nuestro corazón anhelaba.
Mis muertos me han enseñado a vivir mejor con los vivos, a intentar ser mejor con los que convivo, pero no puedo evitar tener ese sentimiento de frustración pensando que podría haberlo hecho mejor.
El no haberme podido comunicar mejor en esta vida hace que yo trate de comunicarme con la otra  ( donde yo creo que están) por medio de la oración, pensando en ellos/as como seres que me acompañan y me protegen.
A veces veo películas donde se reflejan las vivencias de otras gentes con sus hermanos y me parece que la mía con mi hermano ha sido muy pobre, como si yo no le hubiera prestado suficiente atención, como si yo no hubiera vivido intensamente con él sus sueños, sus fantasías de niño, precisamente porque yo estaba inmersa en las mías.
En ocasiones he pensado que he querido más a mi hermano ahora que está muerto que cuando estaba vivo. El paso del tiempo me ha ayudado a conocerle un poco más, a aprender a no juzgarle, y, claro, ya no me peleo con él. Lo añoro, añoro ese amor filial que me haría sentirme protegida y mimada, pero sé que está encarnado en todos mis amigos masculinos, donde encuentro ese sentimiento del que carezco.
No hay nada que arreglar, no hay nada que cambiar. Sólo desde la mirada de la distancia puedo mejorar lo que ya soy, puedo ver en los ojos de los otros a mi hermano que me mira con todo su amor. Le recuerdo mucho de niño, tal vez en la otra vida está vestido de niño, su alma es de niño, porque mi niña interior está continuamente jugando con él, porque mi niña interior necesita relacionarse con él. No quiero que me perdone nada, no tengo nada para perdonar, porque soy consciente de mi inconsciencia, de que eso era lo que teníamos que vivir, pero lo difícil es saber eso cuando la herida del duelo está sumamente abierta.
Cuando nació mi hija me agarré a la "fantasía" de que ella era la reencarnación de mi hermano, porque hasta que él no murió yo no tuve la necesidad de tener hijos. Y no sé si esto es así o no, pero siento que la relación con ella es muy comunicativa, está llena de matices relacionales y me ayuda a sentirme más cercana, amorosa, amiga, a pesar de que tengo que ponerle reglas de madre. Mi hija me ha ayudado a reconciliarme con el pesar que siento por no haberme comunicado más con mi hermano.
Mi hija, mis amigos/as, las personas con las que me relaciono a diario: ¿Y si el alma de mi hermano estuviera en todas esas personas? ¿No tengo por ello una oportunidad diaria para abandonar el pesar que supone su pérdida?

(Reflexiones de hace algunos años, tras la muerte de mi hermano querido)

lunes, 7 de octubre de 2013

EPIDEMIA




"Los nacionalistas suelen decir que los de fuera no entendemos su nacionalismo. Y tienen toda la razón, porque el nacionalismo no se puede entender, o sea, no es una construcción racional a la que se pueda acceder lógicamente, sino un espasmo emocional de origen remoto. Que a principios del siglo XXI haya gente que se siga sintiendo superior y orgullosísima de sí misma por haber nacido casualmente a este lado o al otro de un río, es algo que me deja patidifusa. Además los nacionalismos se han beneficiado de un malentendido: cuando, en el siglo XIX, lucharon contra los imperios multiétnicos como el austro-húngaro, se convirtieron en aliados de los socialistas que se enfrentaban a la tiranía imperial, y eso hizo que se les viera con una aureola de izquierdismo y de progreso, cuando en realidad eran movimientos retrógrados y racistas (lo explica R. Kaplan en su libro Rumbo a Tartaria). Lo lamento, pero, cuanto más lo pienso, más me parecen un impulso primitivo y animal, un residuo de la horda, de la manada; pero los nacionalismos no se piensan sino que se sienten, lo mismo que la fe religiosa. Einstein decía que el nacionalismo es una enfermedad infantil del ser humano. A veces cursa de manera leve, como una gripe; pero otras se convierte en una meningitis que fulmina los cerebros, como sucede, por ejemplo, con los energúmenos que asaltaron la sede de la Generalitat en Madrid hace unos días. Porque lo peor es que es una enfermedad muy contagiosa. Tras los excesos del franquismo, el españolismo estaba en horas bajas. Pero esta erupción de catalanismo está avivando la bicha por doquier. Eso es lo único que me inquieta de la cuestión catalana: su contagio. Por lo demás, si quieren independizarse, que lo hagan: creo que es un error, pero tienen derecho a equivocarse. Y por favor, que sea cuanto antes, para evitar que prospere la epidemia".

Rosa Montero
El País, 01-Octubre-2013


viernes, 6 de septiembre de 2013

"CREO EN LA REINVENCIÓN, YO LO ESTOY INTENTANDO"

A la memoria de Pablo Lizcano". 
La dedicatoria de Lágrimas en la lluvia (Seix Barral), la flamante novela de Rosa Montero, remite desde la primera página a la melancolía de la pérdida, pero también a la alegría de vivir. Al esplendor y la finitud de la vida. Lizcano, periodista y escritor como ella y su pareja de las dos últimas décadas, enfermó de repente y murió meses después en mayo de 2009. Su foto, un sonriente retrato en blanco y negro, es una más de las muchas que comparten baldas con los libros en este luminoso salón colonizado por mascotas vivas y de adorno. Noventa casas además de esta vio Montero antes de decidirse a cerrar su chalé familiar de las afueras y mudarse con sus perras Bruna y Carlota a este piso de Madrid cuatro plantas por encima del Parque del Retiro, cuyos árboles casi se cuelan por los balcones. Nueva casa, nueva década, nueva vida. Eso intenta, confiesa. Todavía no le duele la cara, pero le dolerá, bromea. La promoción de su nueva novela, en la que ha recreado un mundo tan futurista como íntimamente parecido al presente, le obligará a sonreír de oreja a oreja a los desconocidos. No le cuesta. Rosa es alegre, siempre lo fue, pero un velo le empaña la mirada cada poco. Ahora su melancolía tiene nombre y apellido. Pero no es nueva. Se recuerda siempre así. 
Sí. Madurar como escritor consiste en ir siendo cada vez más libre, y es muy difícil conquistar esa libertad interior. Lo que más nos cuesta saber en la vida es quiénes somos y qué deseamos, porque vivimos para lo que los otros quieren de nosotros. Luego, se va uniendo la presión del querer ser, de la vanidad, del entorno, porque la escritura es cada vez más un mercado. Hasta mi madre me dice, hija has bajado un puesto en la lista de superventas. Casi todos los novelistas escribimos desde niños porque es nuestra forma de vivir, de soportar la negrura de la vida. Y esa emoción pura se va retorciendo.
En su caso se añade la presión del periodismo. ¿O son compartimentos estancos?
No hay nada estanco, todo fluye, pero lo tengo muy separado. Para mí, ser reportera es un género literario tan bueno como otro, mira A sangre fría, de Capote, es un reportaje y un pedazo de libro. Pero es distinto, antitético incluso. En periodismo, la claridad es un valor. Y en narrativa lo es la ambigüedad, cuantas más lecturas tenga una novela, mejor. En periodismo escribo lo que sé, lo que pregunto. Y en novela escribo lo que no sé, lo que me pregunto. Mi corazón es la ficción, que ha sido mi juego vital desde niña. Lo otro es oficio.
Si todo fluye, su experiencia como periodista revertirá en la ficción.
Muy diferida y diferente. Hay escritores que cuentan su vida, y si son lo suficientemente buenos, la convierten en universal. Y luego otros, entre los que me incluyo, a los que no nos interesa contar nuestra vida porque lo maravilloso es precisamente poder vivir otras. Como cuando mis replicantes en la novela, compran memorias artificiales para vivir más vidas que la suya.
Sin embargo, dice que esta es su obra más personal.
Sí, entre otras cosas porque ya soy muy mayor. Creo que la narrativa es un fenómeno de madurez. Necesitas una distancia para ver tus emociones y analizarlas con la frialdad con que un entomólogo analiza a un coleóptero. Hasta entonces las novelas no funcionan. Esta es una anomalía en mi obra. Cuando acabé la anterior novela pensé que para la siguiente iba a tener unos 60 años, que es una edad que da un vértigo que te mueres. Hay quien se jubila. Hay quien se compra una casa en Torrevieja. Y dije, yo me voy a hacer un mundo mío para mi placer.
¿Y ese mundo feliz es su novela?
Sí, qué mejor para jugar con esa capacidad de ser un pequeño dios que es ser novelista. Me dije, voy a crear un mundo a mi medida a ver si consigo escribirlo con el placer y la libertad de antes de publicar. Como siempre me gustó la ciencia-ficción y la novela negra, decidí escribir una novela negra de ciencia-ficción que, además, me permitiera volver a ese mundo en otras novelas. Como quien baja a Torrevieja. Empecé a escribir lo que tenía que ser un libro feliz, un juego. Pero somos hijos del azar. Mi pareja se puso enferma de repente y se murió en 10 meses. En mi vida he hecho una cosa así, que fuera tan irreconciliable lo que vivía con mi proyecto literario. Pero lo terminé.
¿Cómo logró escribir durante la enfermedad?
A trancas y barrancas. Me ayudó, en cierta forma [emocionada]. La verdad es que pensé tirarla muchas veces, estaba superdesesperada, me perdí. No lo tiré por Bruna, mi protagonista. Me siento más cerca de Bruna que de ninguno de mis personajes. Ella es una androide muy fuerte y muy burra, mucho más que yo. Es muy salvaje y muy distinta a mí, pero tan parecida. Una replicante desesperada porque solo vive 10 años. Esa desesperación por la muerte la tengo desde niña.
¿Por qué?¿No fue feliz?
Mucho, pero yo creo que la mayoría de los novelistas no podemos olvidarnos de la muerte y tenemos una conciencia crítica del paso del tiempo. Me acuerdo de mí misma diciendo, mira Rosita, qué precioso cielo, tienes 12 años y no los tendrás más. He tenido toda la vida esa sensación del viento soplando en mis orejas. Pero no es malo, porque también te da una percepción intensa de la vida. ¿Recuerdas lo que decía Lennon: la vida es lo que te pasa mientras te ocupas de otras cosas? Pues yo no. He vivido aturdida muchas horas, porque el ser humano es experto en el aturdimiento...
La hiperactividad también es un narcótico, una forma de evadirse.
Sí, pero es una pena narcotizarnos así porque la vida es breve y hermosa. Esa conciencia de la muerte me ha hecho sentir la vida como una droga que te arde en las venas, y eso es maravilloso. He sentido y siento esos raptos de emoción absoluta por el fuego de la vida y la belleza del mundo, pero siempre con la muerte detrás.
Y esa sensación de fugacidad, ¿no le amarga los momentos felices?
No, los hace más hermosos. La melancolía es muy creativa, es la percepción de la belleza con la conciencia de que se acaba. Y eso le da un brillo imposible de igualar.
Hay quien dice que la tristeza inspira.
La melancolía te permite una mirada muy lúcida y articulada. La alegría también sirve para crear, pero la tristeza no. Eso de que sufriendo se escribe mejor forma parte del tópico de la bohemia, como que hay que ser alcohólico para crear. Eso de que en el sufrimiento eres creativo es mentira. El sufrimiento destroza. Paraliza.
Sin embargo, al día siguiente de morir su pareja escribió su columna en 'El País''.
La escribí mientras se estaba muriendo. No tenía más remedio, tocaba. Y, mira, es cierto, ese tipo de rutinas te ayudan a seguir viviendo. Lo que sé es que escribo, y con los años creo que escribo para intentar otorgar al mal y al dolor un sentido que sé que no tienen. En algo que es tan enorme y tan devastador, y tan incomprensible como la muerte de un ser muy querido [se emociona], ante el dolor de esta vida insensata, poner palabras te permite ordenar eso de alguna forma.
Hace año y medio de su pérdida. Los psicólogos hablan del año del duelo. ¿Cómo lo lleva?
Cada uno lo gestiona como puede. De alguna manera nunca el mundo vuelve a ser igual. Sí creo que puedes llegar a recolocarlo. Es muy largo, larguísimo. Son como altibajos, una montaña rusa. Porque el esplendor de la vida sigue. La vida es espléndida y es oscurísima. En el duelo, la oscuridad y la esplendidez se manifiestan de forma más cruda.
Además, el duelo no se lleva. Hasta los tanatorios cierran de noche.
Nuestra sociedad esconde la enfermedad, la maquilla, intenta vivir de espaldas a la muerte.
Su personaje, la replicante Bruna, va al 'psicoguía'. Muchos van al psicólogo para no amargar a los amigos con sus penas.
El psicólogo puede ayudarte y ocupar un papel que un amigo no ocupa. Pero un amigo te da la vida. Lo que mejor soy en la vida, mi logro mayor es ser amiga y tener los amigos que tengo. Es mi tesoro.
¿Más que sus libros?
Sí, claro. De lo que más orgullosa estoy, lo que más me consuela y me emociona de mi vida son mis amigos. Pero no ocupan el lugar de un terapeuta, que puede ser muy bueno y ayudarte rebotándote las mentiras que uno se cuenta y que pueden ser asfixiantes.
¿Los ha frecuentado?
Sí, me he psicoanalizado, y es intelectualmente muy interesante. Esta es una sociedad absurda. Parece que todos tenemos que vivir en una especie de anuncio constante: alegría, alegría. Y en cuanto se para ese pedalín, parece una hecatombe y que uno esta enfermo. La alegría con la que se da Prozac me deja pasmada. Esa obligatoriedad de una felicidad vacua y absurda. Tienes que hacer cosas que no te gustan, ves envejecer y morir a tus padres, hay mucho malestar en la vida, y si no lo asumes tampoco vas a asumir toda la belleza, la alegría, todo el paquete de la vida. Y esto no es una reivindicación del dolor, cuanto menos, mejor. El dolor enseña si no te mata.
La autocompasión también adormece.
Otro de los grandes aprendizajes de la vida es qué hacer con el dolor. Qué hacer con él para que no te destruya, cómo colocarlo. Porque hay gente que en el dolor se hace un nido, se enrosca, y piensan que como han sufrido, todos están en deuda con ellos, se convierten en unos miserables egocéntricos, una gente desgraciadísima que hace desgraciadísimos a los demás. Yo creo que la única posibilidad de aprender algo del dolor es, quizá, aumentar tu empatía con el dolor de los demás, entender mejor a los otros.
Sus entrevistas son míticas. ¿Es la empatía su mejor arma como periodista?
Totalmente. Si me dices qué es lo que más me gusta de mí, es eso. Haberme hecho novelista y periodista es porque me he dejado llevar por esa empatía. ¿Qué es ser novelista si no es ser capaz de ponerte en el lugar de otros? Y para ser periodista has de tener curiosidad genuina por el otro. Un periodista no debería preguntar jamás algo que no le interese saber, y sabes que hay muchos que preguntan de oficio. La simpatía es esencial.
Aunque el tipo te repugne.
Aún así, yo quiero saber. Claro que vas a entrevistar a gente que no te gusta, pero intento limpiar mis prejuicios. Meterte en la cabeza del otro para ver cómo se ve el mundo desde allí, y eso no quiere decir que lo justifique. Voy a intentar entender desde dónde me cuenta las cosas, porque lo que más me gusta son esos viajes interiores, a las esquinas del ser humano, a las maneras de estar frente al mundo.
¿Es religiosa? ¿No le da envidia el consuelo espiritual que obtienen los creyentes, aunque sea irracional?
No, para nada, no me cabe Dios en la cabeza. Los mitos religiosos son esa narración primera con la que hemos intentado dar sentido al mundo a pesar de que sabemos que no existe. Siempre me han emocionado. No creer en Dios no quiere decir no ser espiritual. Lo espiritual es una de las facetas más hondas del hombre, tener un impulso de trascender la propia nimiedad y reunirse con el todo. Yo eso lo tengo. Soy religiosa en el sentido ateo y espiritual. Quien cree y le consuela me parece magnífico. Es tan complicado vivir.
Hablando de trascendencia, ¿nunca sintió el deseo de ser madre?
De pequeña, nunca. España ha sido muchos años el país con menor tasa de natalidad. Y yo creo que porque hemos sido un país muy machista que de repente ha hecho una evolución rapidísima, de modo que una generación de mujeres tuvieron la desgracia de ver cómo la sociedad cambiaba pero ellas ya no podían subirse a ese tren. Esa generación de mujeres se pasó su madurez susurrando a sus hijas:aprovecha, sé libre, sé feliz, tú puedes, no tengas hijos porque a mí me han encadenado.
Y usted oyó ese susurro.
Claro, crecí con eso. De niña no tenía muñecas sino animales de peluche, como ahora, que tengo la casa llena. Nunca me planteé ser madre, nunca fue un conflicto. Y a los 38, dije, vale, probemos. Probamos, no me quedé embarazada y dije, solventado, ya está.
Las mujeres de su generación tuvieron que conquistar la igualdad. Dice la vicepresidenta Salgado que, con tanto no dejarse pisar por los hombres, se perdieron muchas risas.
No es mi caso, soy una disfrutona. Cogí la premuerte de Franco en mi primera juventud. Me puse a hacer teatro con 17 años con Tábano, que eran los más modernos del mundo. Iba con la cara pintada de flores, fumaba porros, era hippy total, iba descalza en verano, una memez, pisando lapos y abrasándote los pies. Me lo he pasado bomba.
Pero empezó a trabajar muy pronto.
Con 18 años, necesitaba el dinero. Y he trabajado como una salvaje, pero nunca para llegar a nada. Por temperamento y generación, soy de vivir el momento, porque mañana te puede atropellar un coche. Eso de sacrificar tu vida hoy por llegar a no se sabe qué lugar profesional en 20 años, primero es absurdo porque los humanos proponen y el azar dispone, y segundo, porque cuando llegas ya no te interesa, no es lo que buscabas.
¿No ha tenido estrategia en su carrera?
Jamás. Siempre me he regido por ir en cada momento donde creía que iba a estar más feliz, y a gusto, sin forzarme. Empecé a los 19 enPueblo, que era el periódico más importante. Hacía unas chorradas de televisión, pero no me gustaba el ambiente, lleno de machitos con las corbatas en erección (ríe), sí, tiesas con un prendedor, me horrorizaba. Me ofrecieron hacer calle en Arriba, que no lo leía nadie, y me fui. Me decían: "Estás loca, dejar de firmar en Pueblo". No se lo creían.
¿Nunca ha matado por una portada?
Cero, es la antítesis de lo que creo que es la vida. No va por ahí, está en otro lugar.
Pero sabe que hay quien mata por eso.
Pues creo que se equivocan muchísimo, sobre todo por ellos. No están matando a otros, están matando su propia vida.
¿Cómo ve la eclosión de todo ese ruido presuntamente informativo de las redes sociales?
Soy hipertecnológica, toda la vida me ha encantado. Tengo todos los cacharros: e-book, Ipad. Y estoy encantada de vivir lo que a mis 20 años leía como una ensoñación delirante del futuro. La tecnología, como herramienta, es maravillosa. Qué hacemos con ella depende de nosotros, porque dejado por sí solo, el mundo no va hacia el bien. Tenemos que empujar cada día para que vaya mejor.
Me refería a la comunicación y la creación.
No me da miedo. Al contrario, abre posibilidades increíbles. Lo que pasa que no sabemos aún administrar esas nuevas tecnologías en cuanto a su desarrollo económico, legal, de protección de la propiedad intelectual. No estamos sabiendo hacerlo, pero lo acabaremos haciendo, porque la sociedad y el ser humano se autorregulan. Ahora estamos en una transición, que puede durar 10 años, no creo que se tarde más en encontrar un acuerdo. Pero esos 10 años van a costar muchas bajas, ya lo estamos viendo: gente, medios, editoriales, discográficas, todo.
¿No le deprime ver que lo más visitado de elpais.com es el asunto del Twitter de Bisbal o la foto de Shakira y Piqué?
Pero eso es porque somos tontos. Este nuevo mundo virtual de Twitter y Facebook es estupendo y abre posibilidades increíbles. Las maravillosas, emocionantes y grandiosas movilizaciones en Egipto o Libia han surgido gracias a las redes sociales. Pero ese nuevo mundo es el mundo, y en el mundo hay de todo. También muchísimos tontos, y así como la tecnología puede tener aplicaciones impresionantes para cosas estupendas, también está emergiendo el parloteo que siempre ha habido. Y lo que pasa es que somos tan imbéciles, la gente sabe tan poco de tecnología, está tan pasmada, que le damos una importancia brutal a todo eso sin caer en que es el parloteo de los chavales y los bares de toda la vida.
Pero somos los periodistas y los responsables de los medios, los que lo magnificamos.
Es lo que te estoy diciendo. Pero es por ignorancia, porque no saben usar ni interpretar las nuevas tecnologías, porque están pasmados, porque les parece mágico, porque tienen miedo. Es como si cogieras a alguien del siglo XIX y la pusieras a ver la tele. Se volvería loco, no sabría discriminar un anuncio de un informativo o de una película. Y sin embargo, hoy, los bebés lo saben porque han nacido con eso. Nos falta saber interpretar y discriminar este nuevo mundo visible, que es el mundo.
Mientras tanto, existe la tentación de generar la oferta de contenidos en virtud de esa demanda.
Y yo estoy absolutamente en contra. Es como si tuviéramos que trabajar a demanda de los quinceañeros que dicen chorradas en un McDonald's. Esa falta de criterio es alucinante.
¿Y no ve ya esa tendencia en los telediarios y en los periódicos?
Te estoy diciendo que todo el rato, y que eso nos pasa porque somos imbéciles, y somos imbéciles porque no nos hemos adaptado aún a esta nueva realidad, que por otra parte es formidable, porque es el mundo. Estamos pasmados, ignorantes, paralizados porque no sabemos. La mayoría de los que están tomando decisiones son gente ajena a estas tecnologías. Y se nota.
Ha mencionado las revoluciones árabes. ¿No cree que estamos tan ensimismados entre la crisis y la banalidad que nos parecen una noticia más?
Lo del Magreb es grandioso y emocionante. Yo veo a la gente que normalmente no se preocupa por las noticias, colgada, asustada, emocionada, hasta mi madre, que tiene 90 años. Es precioso poder estar asistiendo al XIX del mundo árabe. Lo que me parece una vergüenza es el papel de Occidente, de la UE. El apoyo vergonzoso que han manifestado hasta ayer a los dictadores, y ahora apoyan esto.
El Instituto Tecnológico de Massachusetts ha dicho que los recuerdos pueden implantarse, como la memoria de sus replicantes. ¿Cómo lleva ser profeta?
[Ríe]. Sí, hay cosas que he predicho. Es que mi novela es muy realista. Es lo que diferencia la ciencia-ficción de la literatura maravillosa, que no me gusta. Lo maravilloso es empezar diciendo: "Llueven ranas", y a partir de ahí inventar. Mientras que la buena ciencia-ficción exige un rigor interno absoluto. Tienes que ser lógico y verosímil. Mi reto era levantar un mundo que se sostuviera solo, sin chirriar. Y lo que pasará en 2109 es que ya casi está pasando.
Además, a ver quién se lo discute.
Eso, que me lo discutan. La verdad es que me he sentido como una diosa. Crear un mundo es fascinante, me lo he pasado bomba. Es la vez que más he sentido y disfrutado ese poder de juego de escribir.
Ha enviudado, se ha mudado del extrarradio a la ciudad. ¿Puede uno reinventarse a los 60?
Espero que este sea un tiempo para vivir serena y felizmente, ojalá, no sé. Me considero una superviviente y mis novelas son de supervivientes. Pero hay momentos de la vida tan dolorosos que no te enseñan nada, solo son dolor, gasto y ruina. Momentos de desaliento que creo se pasan y vuelve a sacar la cabeza la belleza de la vida, tan poderosa. Esa capacidad de ponernos de pie. Y de renovarnos, sí. Esto [muestra el tatuaje de su brazo] es una salamandra: un animal mítico, un símbolo de renovación. Sí, creo que nos reinventamos. Y que somos capaces de volver a crearnos una vida nueva, yo lo estoy intentando: intento ver si soy capaz de vivir conforme lo aprendido.
Creo que en su 60 cumpleaños tiró la casa por la ventana.
He hecho una cosa increíble. Eso de cumplir 60 es aniquilador, y dije, cómo puedo oponerme, dentro de ese proceso de renovación. Hace año y medio, mandé a mis amigos un e-mail: "Resérvame tres días, 7, 8 y 9 de enero de 2011, para el Proyecto Salamandra". Y así les he tenido: dándoles pistas, jugando con ellos, que ni sabían quiénes eran. Al llegar la fecha, les metí en un autobús y los llevé tres días a un hotel de La Rioja. Ha sido maravilloso. Y este sábado tenemos cena Salamandra. La vida sigue.
Y el mundo hierve. ¿A quién le gustaría entrevistar mañana?
A nadie [se troncha]. Me preguntaban unos estudiantes: ¿Ni a Obama? Pues no, qué cansancio, con lo que hay que prepararse. Estoy saturada. Llevo desde los 18 años trabajando de periodista, y esa parte mía está cubierta.
¿Se le ha agotado la curiosidad genuina por los otros?
No, sigo teniendo una curiosidad tremenda por la gente, pero la quiero conocer de otra manera. Personal, no profesionalmente.
(El País Archivo)

UNA CICATRIZ EN UNA RODILLA

A principios de este verano estuve en una cena en la que dos amigos empezaron a disputar entre sí, jocosa y alegre­mente, cuál de ellos era más biónico debido a sus diversos implantes. Y, así, echaron mano de sus smartphones y se pusieron a comparar las radiografías de sus cuerpos. Imágenes espectrales de tornillos y placas de titanio en caderas, brazos, mandíbulas y vértebras empezaron a pasear mesa arriba y mesa abajo para la diversión de los comensales. Fue un momento alucinante, porque, en efecto, estaban más llenos de mecanismos metálicos por dentro que un reloj suizo; pero lo más impresionante fue la naturalidad con la que todos asistimos a esa escena de ciencia ficción, y lo asumido que tenemos el hecho de llevar con nosotros, en nuestros terminales electrónicos, todo el archivo, la memoria, la huella completa de nuestras vidas. ¿Se imagina alguien yendo a cenar con amigos hace tan sólo cinco años y apareciendo con todas su radiografías bajo el brazo, por ejemplo? Ahora somos como caracoles y vamos con nuestra existencia a cuestas. La realidad cambia cada día a velocidad vertiginosa, y es tal la capacidad de adaptación del ser humano que apenas nos damos cuenta.
Con todo, la anécdota me recordó, en ver­­sión cibernética, un momento genial de una película de 1990, Las montañas de la Luna, un estupendo film de aventuras sobre los míticos exploradores británicos Richard Burton y John Speke, que, a mediados del siglo XIX, emprendieron la búsqueda de las fuentes del Nilo a través de una exótica y desconocida África. Al principio de la película, Burton y Speke se encuentran en Londres, ya no recuerdo si en mitad de la calle o en un club privado, y, para demostrarse el uno al otro lo avezados exploradores que son, empiezan a enseñarse las cicatrices de sus antiguos viajes, y cada vez la zona que señalan es más íntima: esto fue el zarpazo de un león, dice uno abriéndose la camisa y mostrando las costillas; esto, la herida de la lanza de un masái, dice el otro, bajándose los pantalones y luciendo una nalga agujereada....

“El cuerpo se va llenando de rastros de tu vida,  de muescas de la peripecia de existir”
Y es que ambas escenas, más allá de las evidentes diferencias tecnológicas, comparten un sustrato idéntico y esencial, algo básico desde la aparición de los humanos: el hecho de que la vida rompe, la vida mancha, la vida marca. En realidad, si me paro a pensarlo, las cicatrices son lo más parecido al smartphone en su faceta de archivo de datos… Es información de tu pasado que queda grabada en tu cuerpo de manera visible e indeleble.
Siempre me han gustado las cicatrices. Los personajes de mis novelas muestran una inquietante propensión a perder dedos y a sufrir tajos que les señalan todo el cuerpo. No sé de dónde viene esa tendencia mía, porque la ficción nace del inconsciente, de un territorio oscuro que está más allá de lo que uno cree saber. Pero, en cualquier caso, también me gustan, o no me desagradan, las cicatrices reales. El cuerpo se va llenando de rastros de tu vida, de costurones o agujeros o costuritas, de muescas de la peripecia de existir. Acabo de hacer un rápido recuento y, si no me equivoco, luzco nueve cicatrices, algunas muy evidentes. Todas ellas tienen una historia detrás, y aunque la mayoría sean historias banales, son hitos orgánicos que van jalonando mi tiempo. Es imposible pasar por la vida sin romperte un poco; y creo que la rotura física, la que, tras curarse, deja cierta memoria sobre la piel, es siempre más manejable que la psíquica. Las cicatrices, en fin, demuestran que hemos vivido. No olvidemos que nuestra primera huella propia tras nacer es la cicatriz de nuestro ombligo (naturalmente, no he contado este nudo de carne entre mis nueve señales).
Es verdad que hay cicatrices y cicatrices. Que hay destrozos físicos que te deforman de tal modo que resultan insuperablemente traumáticos. No me refiero a esto, por supuesto; cuando los daños alcanzan tal nivel, son mutilaciones, no cicatrices. Pero de todas formas me gustaría decir que gracias a una de mis cicatrices he aprendido una de las enseñanzas más importantes de mi vida. La llevo desde hace cuarenta años, fue de resultas de un accidente y es la más visible y espectacular que tengo: un agujero enorme en una rodilla. Pues bien, con mis veinte años me puse todas las minifaldas del mundo, aunque me faltara media rodilla. Y, ¿saben qué? Nadie se dio cuenta de la cicatriz, o sólo la advertían tras meses de frecuentarme. Y esto era así porque a mí no me importaba, porque yo no la señalaba con mi angustia o mi complejo, porque yo la hice mía. O sea: no hay como quererse y aceptarse para que los demás te acepten y te quieran.
(Artículo de Rosa Montero en El País Semanal del 1 de Septiembre de 2013)