Ella sólo amaba su envoltura, porque con eso ya tenía bastante, todo lo que él era por dentro vivía en el interior de ella por siempre, pero era la vida de otro, el amor de otro, sólo su envoltura para tenerlo de nuevo para volver a estar viva, a sentir lo de siempre, lo de antes, lo que la hacía gozar y sentir tenía otra alma, otro sentimiento, otra pasión, otro espíritu, quería su envoltura para reconocerlo, para revivirlo, para reinventarlo, para desaprenderlo, para atrapar aquello que la muerte le había quitado.
Y hete aquí dos hombres con el alma y la sensibilidad que atribuyen a las mujeres, dos hombres sintiendo la magia, la sensibilidad y las lágrimas con el lado derecho del cerebro (el Yin de los chinos, representa la creatividad, la globalidad, la intuición, las percepciones y el arte), dejando que se desborden como si hubieran estado dormidas en el limbo de la contención, de la desesperanza, del ya-no-es-posible. Ellos no muy agraciados, uno entrado en carnes (Robin Williams), el otro (Ed Harris) surcado por unas hermosas arrugas que parecen el sitio de un río de lágrimas. Ella (Annette Bening) parece mejor conservada, tal vez filtrada para atenuar su paso del tiempo por la piel.
La historia me ha dejado un sabor agridulce, con ese final no feliz, esa forma de acabarla tal como ella decide, porque si no es como ella interpreta el amor, el amor no sirve, no quiere lo nuevo que ellos le ofrecen, ella tiene otra mirada, una mirada vieja aferrada a la nostalgia, así que con su actitud mata de nuevo al amor y continúa malviviendo.