viernes, 6 de septiembre de 2013

UNA CICATRIZ EN UNA RODILLA

A principios de este verano estuve en una cena en la que dos amigos empezaron a disputar entre sí, jocosa y alegre­mente, cuál de ellos era más biónico debido a sus diversos implantes. Y, así, echaron mano de sus smartphones y se pusieron a comparar las radiografías de sus cuerpos. Imágenes espectrales de tornillos y placas de titanio en caderas, brazos, mandíbulas y vértebras empezaron a pasear mesa arriba y mesa abajo para la diversión de los comensales. Fue un momento alucinante, porque, en efecto, estaban más llenos de mecanismos metálicos por dentro que un reloj suizo; pero lo más impresionante fue la naturalidad con la que todos asistimos a esa escena de ciencia ficción, y lo asumido que tenemos el hecho de llevar con nosotros, en nuestros terminales electrónicos, todo el archivo, la memoria, la huella completa de nuestras vidas. ¿Se imagina alguien yendo a cenar con amigos hace tan sólo cinco años y apareciendo con todas su radiografías bajo el brazo, por ejemplo? Ahora somos como caracoles y vamos con nuestra existencia a cuestas. La realidad cambia cada día a velocidad vertiginosa, y es tal la capacidad de adaptación del ser humano que apenas nos damos cuenta.
Con todo, la anécdota me recordó, en ver­­sión cibernética, un momento genial de una película de 1990, Las montañas de la Luna, un estupendo film de aventuras sobre los míticos exploradores británicos Richard Burton y John Speke, que, a mediados del siglo XIX, emprendieron la búsqueda de las fuentes del Nilo a través de una exótica y desconocida África. Al principio de la película, Burton y Speke se encuentran en Londres, ya no recuerdo si en mitad de la calle o en un club privado, y, para demostrarse el uno al otro lo avezados exploradores que son, empiezan a enseñarse las cicatrices de sus antiguos viajes, y cada vez la zona que señalan es más íntima: esto fue el zarpazo de un león, dice uno abriéndose la camisa y mostrando las costillas; esto, la herida de la lanza de un masái, dice el otro, bajándose los pantalones y luciendo una nalga agujereada....

“El cuerpo se va llenando de rastros de tu vida,  de muescas de la peripecia de existir”
Y es que ambas escenas, más allá de las evidentes diferencias tecnológicas, comparten un sustrato idéntico y esencial, algo básico desde la aparición de los humanos: el hecho de que la vida rompe, la vida mancha, la vida marca. En realidad, si me paro a pensarlo, las cicatrices son lo más parecido al smartphone en su faceta de archivo de datos… Es información de tu pasado que queda grabada en tu cuerpo de manera visible e indeleble.
Siempre me han gustado las cicatrices. Los personajes de mis novelas muestran una inquietante propensión a perder dedos y a sufrir tajos que les señalan todo el cuerpo. No sé de dónde viene esa tendencia mía, porque la ficción nace del inconsciente, de un territorio oscuro que está más allá de lo que uno cree saber. Pero, en cualquier caso, también me gustan, o no me desagradan, las cicatrices reales. El cuerpo se va llenando de rastros de tu vida, de costurones o agujeros o costuritas, de muescas de la peripecia de existir. Acabo de hacer un rápido recuento y, si no me equivoco, luzco nueve cicatrices, algunas muy evidentes. Todas ellas tienen una historia detrás, y aunque la mayoría sean historias banales, son hitos orgánicos que van jalonando mi tiempo. Es imposible pasar por la vida sin romperte un poco; y creo que la rotura física, la que, tras curarse, deja cierta memoria sobre la piel, es siempre más manejable que la psíquica. Las cicatrices, en fin, demuestran que hemos vivido. No olvidemos que nuestra primera huella propia tras nacer es la cicatriz de nuestro ombligo (naturalmente, no he contado este nudo de carne entre mis nueve señales).
Es verdad que hay cicatrices y cicatrices. Que hay destrozos físicos que te deforman de tal modo que resultan insuperablemente traumáticos. No me refiero a esto, por supuesto; cuando los daños alcanzan tal nivel, son mutilaciones, no cicatrices. Pero de todas formas me gustaría decir que gracias a una de mis cicatrices he aprendido una de las enseñanzas más importantes de mi vida. La llevo desde hace cuarenta años, fue de resultas de un accidente y es la más visible y espectacular que tengo: un agujero enorme en una rodilla. Pues bien, con mis veinte años me puse todas las minifaldas del mundo, aunque me faltara media rodilla. Y, ¿saben qué? Nadie se dio cuenta de la cicatriz, o sólo la advertían tras meses de frecuentarme. Y esto era así porque a mí no me importaba, porque yo no la señalaba con mi angustia o mi complejo, porque yo la hice mía. O sea: no hay como quererse y aceptarse para que los demás te acepten y te quieran.
(Artículo de Rosa Montero en El País Semanal del 1 de Septiembre de 2013)


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