¿Qué sería de mí si me ataran las manos, si me cerraran la boca, si me oprimieran la nariz, si me vendaran los ojos, si laceraran mi piel hasta sacarle sangre, si me vejaran, si me insultaran, si no me dejaran pedir ayuda, si no pudiera gritar, si me ahogaran la voz, si me encadenaran, si me patalearan, si me trataran como a un animal herido, si no me dejaran expresar el placer, la alegría, la pasión, el entusiasmo, la serenidad, el amor, si no me dejaran decir que no, si me abandonaran en el bosque en mitad de la noche, si me enterraran viva, si me torturaran, si el sonido del látigo fuera para mí algo cotidiano, si tuviera que servir a un amo, si fuera una esclava sexual, si trabajando todo el día sólo me dieran un mendrugo de pan, si me persiguieran con perros enfurecidos, si no pudiera llamar a mis amigos o familiares, si pensara que todo está perdido?
Todo esto y mucho más se planteaba en mi cabeza cuando visioné esta película, que elegí para ir a ver con mi hija estas Navidades. Ella sabe que soy un peligro en el cine o en el teatro, porque me río a pierna suelta o lloro como una magdalena, también me indigno y hubo dos escenas que no me dejaron indiferente: En una de ellas -creo que el protagonista, no lo sé ciertamente ahora, pero era "el bueno"- se enzarza en una pelea con su amo y señor y cuando le está pegando yo grité desde mi butaca:
-Mátalu, mátaluuuuu, dai, dai (que le pegara al amo, claro)
La otra escena es la del ahorcamiento, donde sientes la soga al cuello con el protagonista, en un discurrir angustioso de un plano inmóvil, aquietado en el sufrimiento de este ser humano, del que nos cuentan su vida con pelos y señales muy duras, muy tal cual debió ser, dejando para esas otras que hemos visto sobre la esclavitud un tinte rosa. Esta es una crónica negra, pero real.
¿Quedarnos sin la libertad no sería morirnos?
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